10/8/17

A LA MIERDA EL TRABAJO (2ª PARTE)

Hagamos el camino inverso y vayamos hacia atrás en el tiempo. Las empresas son “multinacionales” desde hace ya algún tiempo. En las décadas de 1970 y 1980, antes de que surtieran efecto las rebajas impositivas que Ronald Reagan impulsó, aproximadamente un 60% de los bienes manufacturados que se importaban eran fabricados por empresas estadounidenses en el exterior, en el extranjero. Desde entonces, este porcentaje ha aumentado ligeramente, pero no tanto.

Los trabajadores chinos no son el problema, sino más bien la idiotez sin hogar y sin sentido de la contabilidad empresarial. Por eso es tan risible la decisión tomada en 2010 gracias a Citizens United (Ciudadanos Unidos), que sostiene que la libertad de expresión es aplicable también a las donaciones electorales. El dinero no es una expresión, como tampoco lo es el ruido. La Corte Suprema ha evocado un ser viviente, una nueva persona, de entre los restos del derecho común, y ha creado un mundo real que da más miedo que su equivalente cinematográfico, ya sea este el que aparece en Frankenstein, Blade Runner o, más recientemente, en Transformers. Pero la realidad es esta: la inversión empresarial o privada no genera la mayoría de los trabajos, así que subir los impuestos a la ganancia empresarial no tendrá ningún efecto sobre el empleo. Has leído bien.


Desde la década de 1920, el crecimiento económico ha seguido aumentando a pesar de que la inversión privada se ha estancado. Esto significa que los beneficios no sirven para nada, excepto para anunciar a tus accionistas (o expertos en compras hostiles) que tu compañía es un negocio que funciona, un negocio próspero. No hacen falta beneficios para “reinvertir”, para financiar la expansión de tu mano de obra o de tu productividad, como ha quedado claramente demostrado gracias a la historia reciente de Apple y de la mayoría de las demás empresas.

Eso hace que las decisiones en materia de inversión que realizan los directores ejecutivos de las empresas tengan solo un efecto marginal sobre el empleo. Hacer que las empresas paguen más impuestos para poder financiar un Estado del bienestar que permita que amemos a nuestros vecinos y que cuidemos de nuestros hermanos no es un problema económico, es otra cosa, es una cuestión intelectual o un dilema moral. Cuando tenemos fe en el trabajo duro, estamos deseando que imprima carácter, pero al mismo tiempo estamos esperando, o confiando, que el mercado de trabajo asigne los ingresos de manera justa y racional. Ahí es donde está el problema, que estos dos conceptos van juntos de la mano. El carácter puede provenir del trabajo sólo cuando vemos que existe una relación inteligible y justificable entre el esfuerzo realizado, las habilidades aprendidas y la recompensa obtenida. Cuando observo que tu salario no tiene ninguna relación en absoluto con tu producción de valor real, o con los bienes duraderos que el resto de nosotros podemos utilizar y apreciar (y cuando digo duradero no me refiero solo a cosas materiales), entonces empiezo a dudar de que el carácter sea una consecuencia del trabajo duro.


"Forjar mi carácter a través del trabajo es una tontería porque la vida criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en un gánster como tú."

Cuando veo, por ejemplo, que tú estás haciendo millones lavando el dinero de los cárteles de la droga (HSBC), que vendes deudas incobrables de dudoso origen a los gerentes de fondos de inversión (AIG, Bear Stearns, Morgan Stanley, Citibank), que te aprovechas de los prestatarios de renta baja (Bank of America), que compras votos en el Congreso (todos los anteriores), también llamado un día más en la rutina de Wall Street, mientras que yo tengo problemas para llegar a fin de mes aun teniendo un trabajo a tiempo completo, me doy cuenta de que mi participación en el mercado laboral es irracional. Sé que forjar mi carácter a través del trabajo es una tontería porque la vida criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en un gánster como tú.

Por ese motivo, la crisis económica que estamos sufriendo también es un problema ético, un impasse espiritual y una oportunidad intelectual. Hemos apostado tanto por la importancia social, cultural y ética del trabajo, que cuando falla el mercado laboral, como lo ha hecho ahora de manera tan espectacular, no sabemos explicar lo que ha pasado ni sabemos encauzar nuestras creencias para encontrar un significado diferente al trabajo y a los mercados.


Y cuando digo “nosotros” me refiero a casi todos nosotros, derechas e izquierdas, porque todo el mundo quiere que los estadounidenses vuelvan al trabajo, de una u otra manera, el “pleno empleo” es un objetivo tanto de los políticos de derechas como de los economistas de izquierdas. Las diferencias entre ellos se basan en los medios, no en el fin, y ese fin incluye intangibles como la adquisición de carácter. 

Esto equivale a decir que todo el mundo ha redoblado los beneficios asociados al trabajo justo cuando este está alcanzando su punto de evaporación. Garantizar el “pleno empleo” se ha convertido en el objetivo de todo el espectro político justo cuando resulta más imposible a la par que más innecesario, casi como garantizar la esclavitud en la década de 1850 o la segregación en la década de 1950.


¿Por qué?

Pues porque el trabajo lo es todo para nosotros, habitantes de sociedades mercantiles modernas, independientemente de su utilidad para imprimir carácter y distribuir ingresos de manera racional, y bastante alejado de la necesidad de vivir de algo. El trabajo ha sido la base de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que significa disfrutar de una vida plena desde que Platón relacionó el trabajo manual con el mundo de las ideas. 

Nuestra manera de desafiar a la muerte ha sido la creación y reparación de objetos duraderos, puesto que sabemos que los objetos significativos durarán más que el tiempo que tenemos asignado en este mundo y que nos enseñan, cuando los creamos o reparamos, que el mundo más allá de nosotros, el mundo que existió y existirá, posee una realidad propia.


Detengámonos en el alcance de esta idea. El trabajo ha sido una manera de ejemplificar las diferencias entre hombres y mujeres, por ejemplo, cuando fusionamos el significado de los conceptos de paternidad y “sostén familiar”, o como cuando, más recientemente, intentamos disociarlos.

Desde el siglo XVII, se ha definido la masculinidad y la feminidad, aunque esto no significa que se consiguiera así, por medio del lugar que ocupan en una economía moral, en términos de hombre trabajador que recibía un salario por su producción de valor en el trabajo, o en términos de mujer trabajadora que no cobraba nada por su producción y mantenimiento de la familia. Por supuesto, hoy en día estas definiciones están cambiando a medida que cambia el significado de la palabra “familia” y a medida que se producen cambios profundos y paralelos en el mercado de trabajo, la entrada de la mujer es solo uno de ellos, y en las actitudes hacia la sexualidad.


El trabajo ha sido la base de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que significa disfrutar de una vida plena desde que Platón relacionó el trabajo manual con el mundo de las ideas

Cuando desaparece el trabajo, la diferencia entre los sexos que produce el mercado de trabajo se diluye. Cuando el trabajo socialmente necesario disminuye, lo que un día se conocía como trabajo de mujeres (educación, atención sanitaria o servicios) es ahora nuestra industria primaria, y no una dimensión “terciaria” de la economía cuantificable. El trabajo relacionado con el amor, con cuidarse los unos a los otros y con aprender a cuidar de nuestros hermanos (el trabajo socialmente beneficioso) se convierte no sólo en posible, sino más bien en necesario, y no solo en el interior del núcleo familiar, donde el afecto está a nuestra disposición de manera rutinaria, no, me refiero también a lo que hay ahí fuera, en el vasto mundo exterior.

El trabajo también ha sido la manera estadounidense de producir “capitalismo racial”, como lo llaman hoy en día los historiadores, gracias a la mano de obra de esclavos, de convictos, de medieros y luego de mercados laborales segregados, en otras palabras, un “sistema de libre empresa” edificado sobre las ruinas de cuerpos negros o un entramado económico animado, saturado y determinado por el racismo. Nunca hubo un mercado libre laboral en esta unión de Estados. Como todos los demás mercados, este siempre estuvo cubierto por la discriminación legal y sistemática del hombre negro. Hasta se podría decir que este mercado con cobertura creó los aún hoy utilizados estereotipos sobre la vagancia de los afroamericanos mediante la exclusión de los trabajadores negros del trabajo remunerado y su confinamiento a vivir en los guetos de días de ocho horas.


Y aun así, aun así, aunque a menudo el trabajo ha significado una forma de subyugación, de obediencia y jerarquización, también es el lugar donde muchos de nosotros, seguramente la mayoría de nosotros, hemos expresado de manera consistente nuestro deseo humano más profundo: liberarnos de autoridades u obligaciones impuestas de manera externa y ser autosuficientes.

Durante siglos nos hemos definido a nosotros mismos de acuerdo con lo que hacemos, de acuerdo con lo que producimos. Sin embargo, ya debemos ser conscientes de que esta definición de nosotros mismos lleva adscrita el principio productivo (de cada cual según sus capacidades, a cada cual según su creación de valor real por medio del trabajo) y nos obliga a alimentar la idea inane de que nuestro valor lo determina solo lo que el mercado de trabajo puede registrar, en términos de precio. Aunque también debemos ser conscientes de que este principio marca un cierto camino cuya consecuencia es el crecimiento infinito y su fiel ayudante, la degradación medioambiental.


¿Podemos dejar que la gente reciba algo a cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas, miembros de una preciada comunidad?

Hasta ahora, el principio productivo ha servido como principio real que hizo que el sueño americano fuera posible: “Trabaja duro, acepta las reglas y saldrás adelante”, o “cosechas lo que siembras, labras tu propio camino y recibes con justicia lo que has ganado con honradez”, u homilías y exhortaciones parecidas que se usaban para entender el mundo. Sea como sea, antes no sonaban ilusorias, pero hoy en día sí. 

En este sentido, la adhesión al principio productivo es una amenaza para la salud pública y para el planeta (en realidad, estas dos cosas son lo mismo). Comprometernos con algo que sabemos imposible es volvernos locos. El economista ganador del Nobel Angus Deaton dijo algo parecido cuando explicó las anómalas tasas de mortalidad que se estaban registrando entre la población blanca que habita los Estados de mayoría evangelista (Bible belt) alegando que habían “perdido la narrativa de sus vidas”, y sugiriendo que habían perdido la fe en el sueño americano. Para ellos, la ética del trabajo es una sentencia de muerte porque no pueden practicarla.



Por esta razón, la inminente desaparición del trabajo plantea cuestiones fundamentales sobre lo que  significa ser humano. Para empezar, ¿qué propósito podríamos elegir si el trabajo, o la necesidad económica, no consumieran la mayor parte de las horas que pasamos despiertos y de nuestras energías creativas? ¿Qué posibilidades evidentes, aunque todavía desconocidas, aparecerían? ¿Cómo cambiaría la misma naturaleza humana cuando el antiguo y aristocrático privilegio sobre la ociosidad se convierte en un derecho innato del mismo ser humano?

Sigmund Freud insistía en que el amor y el trabajo eran los ingredientes esenciales de la existencia humana saludable. Tenía razón, por supuesto, pero ¿podría el amor sobrevivir a la desaparición del trabajo como compañero de buena voluntad que se necesita para alcanzar la vida plena? ¿Podemos dejar que la gente reciba algo a cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas, miembros de una preciada comunidad? ¿Te imaginas el momento en el que acabas de conocer en una fiesta a una persona extraña que te atrae, o estás buscando alguien en Internet, a quien sea, pero no le preguntas: “¿y, en qué trabajas?”


No obtendremos ninguna respuesta a estas preguntas hasta que no nos demos cuenta de que hoy en día el trabajo lo es todo para nosotros, y que de ahora en adelante ya no podrá ser así.

FUENTE: ctxt.es
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó originalmente en la revista Aeon 
Autor: James Livingston - 14/12/2016

Siempre he tenido la sospecha de que el trabajo (tal como lo conocemos) lo tuvo que inventar un vago, alguien que un día se dio cuenta de que podía explotar a los demás sin dar un palo al agua.

Para mí, eso del "pleno empleo" solo viene a significar que nadie se quede sin su poco de mierda. Todos trabajando pero por una miseria de salario y en unas condiciones laborales decimonónicas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario